Entre pólvora y canela (2017) es la primera novela de Eli Brown, traducida por Patricia Antón de Vez.
La novela plantea un argumento sencillo. Corre el año 1819 y Owen Wedgwood trabaja como chef para Lord Ramsey, un magnate del comercio naval. Hannah Mabbot, pirata de cabellos cobrizos y capitana del Flying Rose, se lleva cautivo a Wedgwood y, a modo de Sherezade, amenaza con conservarlo vivo sólo mientras la sorprenda con una comida exquisita cada domingo.
Los suministros del barco son escasos y de poca calidad, y el ingenio y la creatividad de Wedgwood se verán puestos a prueba, llegando a convertirse en una suerte de ingenioso MacGyver de la época de la Regencia: sidra de plátano y piña, queso Azul Afanado, tartaletas de huevos de codorniz, faisán estofado o confeti de maíz macerado serán algunos de los exquisitos platos que diseñará para sorprender y cautivar a la captora.
Entre domingo y domingo la vida no carece de estímulos: escaramuzas, persecuciones, incursiones, abordajes, peleas cuerpo a cuerpo y castigos piratas. El ritmo es trepidante y seductor como suele ocurrir con la romantizada visión de los piratas, aunque está templado por las reflexiones moralizantes de Wedgwood, que se las pasa enjuiciando los actos de Hannah y los piratas, e incluso intentando hacer proselitismo entre la tripulación. Esta faceta de cristiano acérrimo se ve ridiculizada varias veces, como el divertidísimo episodio en que piensa que el Señor Apples se va a trajinar una oveja y luego resulta que sólo iba a buscar lana para tejer.
Brown nos ofrece una obra cómoda donde la violencia inicial se va diluyendo poco a poco hasta derivar en un "buenismo" casi irritante: los piratas son solidarios, desean la justicia, el amor, el compromiso, la lealtad. Lejos quedan los salvajes y malvados piratas de R. L. Stevenson. En Entre pólvora y canela asistimos a un desfile de personajes que son, en gran parte, caricaturas: el Señor Apples o Conrad por ejemplo. Y sólo algunos otros como Joshua, Asher, o los gemelos Feng y Bai presentan una multidimensionalidad que aún así, a mi parecer, no se desarrolla lo suficiente.
La obra es distraída, amena y fácil. Si queremos entrar en un segundo nivel, podemos sumergirnos en el contexto histórico y analizar el comercio inhumano del té, los esclavos y el opio. Y si no, simplemente saborear cada bocado de los exquisitos platos que se describen y disfrutar de la evolución de un cocinero-marinero de agua dulce que acaba convirtiéndose en un lujurioso chef pirata.
Una buena lectura de verano, aunque la traducción es francamente mejorable, con confusiones sobre todo en los tiempos verbales que dificultan la lectura y que, decididamente, no está a la altura de las que estamos habituados a encontrar en Salamandra.
"Los sabores que se captan en la boca tienen sus análogos en la vida. El salado es el espíritu de la sangre y las lágrimas, de la victoria y la derrota. Su color es el rojo. El ácido es un toque de atención, una palmada en el trasero, una espina que te pincha para reprenderte si te despistas. Su color es un destello de amarillo bajo el ala de un pinzón (...) El dulce es la mano amiga que se tiende, la leche de una madre, el beso, la cama caliente. Su color es el naranja del crepúsculo. El amargo es el amor que hay tras una palabra severa, es la fortaleza ganada a pulso. Su color es el verde. El acre es un viento fuerte, que tensa y limpia, e invoca la independencia. Es el azul del agua fresca (...) El último sabor es la Puerta de Nácar (...) Rara vez se habla de él. Anida en el receso del velo del paladar. Sólo se capta en caldos muy particulares, es el sabor que permaneció después de que Dios insuflara vida a Adán. Es el sabor que da vida a la arcilla. Es de color violeta" (p. 91)
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