Continúa mi exploración de la literatura japonesa y en concreto de los textos de Yasunari Kawabata 川端 康成 (1899-1972), receptor del Premio Nobel 1968 y autor de más de doce mil páginas de cuentos, novelas y artículos. Un hombre cuya escritura me fascina. Ya os contaba algún detalle de Mil grullas en una anterior entrada.
Después de ése seguí con los otros libros que tenéis a vuestra disposición en la Biblioteca Pública Ánxel Casal: Historias de la palma de la mano (2008) y Lo bello y lo triste (2009). El primero es una colección de textos brevísimos y desasosegantes, irracionales. Kawabata dijo de ellos que eran "el espíritu poético de [su] juventud, que fluyeron de [su] pluma con espontaneidad".
Buscando la esencia del hombre que se suicidó a los setenta y dos años de edad sin una nota que explicase las razones de su decisión, el siguiente libro (el último publicado por Kawabata) fue Lo bello y lo triste, en el que el autor de nuevo manifiesta su destreza para capturar momentos de vida conjugando sutileza y brutalidad y abordando temas universales como el amor, los celos, la venganza y la manipulación.
Los propios títulos de los capítulos son pequeños poemas de vida: Campanas del templo; Primavera temprana; La Festividad de la luna llena; Un cielo cargado de lluvia; Un jardín rocoso; El loto en llamas; Mechones de pelo negro; Pérdidas estivales; El lago.
Ambientada en Tokio en 1964, es una novela que oscila entre las dos categorías que indica el título. La belleza de un entorno calmado y pintoresco: los jardines de piedra, las montañas de Kamakura, las orillas del río Kamo. La belleza que destila un cuadro o un cuerpo femenino y joven. La belleza del misterio, de lo que no se dice y que se infiere del silencio.
"[el quimono] hacía resaltar su turbadora belleza. Además había algo juvenil en la decorativa armonía de colores y en las variadas formas de los pájaros. Hasta los copos de nieve parecían estar danzando" (p.32)
"En el extremo superior de la tela había pintado una peonza roja. Era una vista de frente de la flor, en un tamaño superior al natural, con pocas hojas y un único pimpollo blanco en la parte inferior del tallo. En aquella flor enorme creyó ver el orgullo y la nobleza de Otoko" (p.47)
"Un campo de té restellante de juventud. Al principio he creído que simbolizaba un corazón en llamas" (p.81)
"¡Es un arco iris! Un arco iris incoloro... simplemente líneas curvas en tinta clara y oscura. Nadie se da cuenta pero estoy envuelta en un arco iris de verano... en un atardecer de montaña" (p.153)
Por otro lado, la tristeza que sobreviene tras las emociones turbulentas y los recuerdos lacerantes. La tristeza que resulta del dolor que ocasionan la culpa, el trauma o los celos.
"El derecho me hace sentir triste (....) No sé. Quizá porque mi corazón no está de ese lado (...) Quizá el cuerpo de una chica tenga algo de defectuoso. E incluso el hecho de perder ese defecto puede hacerla sentir triste" (p.197)
"Pero quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras crepusculares de las hondonadas lo que había provocado su dolor" (p.60)
Como es habitual en sus historias, traza múltiples triángulos amorosos: Oki, Keiko, Fumiko, Taichiro, Otoko.
¿Qué ocurre? ¿Existe una aceptación, comprensión o represión de los hechos, de los recuerdos? No lo sabemos. Kawabata nos ha engañado con una prosa elegíaca, clara, pura y aparentemente transparente y sencilla. Las mismas cualidades que poseen las cicatrices emocionales de los personajes.
El elemento de discordia es Keiko, una sociópata rota, masoquista, manipuladora, impulsiva, pasional, bella, depredadora y frágil a la vez. El yin y el yang. Tan contradictoria como sus dos pechos. Nadie la entiende de verdad. Ni siquiera nosotros mismos, que intentamos descifrar su papel en la novela y caemos rendidos ante su ambigüedad tormentosa y abrupta.
¿Cómo puede una novela de triángulos amorosos no ser tópica ni caer en moralismos? Porque Kawabata los maneja de manera intrincada, añadiéndoles una capa de profundidad y resonancia psicológica al enlazarlos con los temas de la identidad y la memoria. Además, los toques sutiles de la prosa nos arrastran en una corriente de florecimiento poético y al final, como Taichiro, quedamos enredados en la seda de araña que nos ha ido envolviendo con suavidad durante el relato.
"El tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos tramos y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos, pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo" (p.169)
"Las palabras cambian con tanta rapidez que uno experimenta vértigo. Por eso su vida es muy breve, y aunque sobrevivan se vuelven obsoletas... como las novelas que escribimos" (p.141)
"Un día, mientras escribía una carta, Otoko abrió el diccionario para consultar el ideograma "pensar". Al repasar los siguientes significados (añorar, ser incapaz de olvidar, estar triste) el corazón se le encogió. Tuvo miedo de tocar el diccionario... Incluso ahí estaba Oki. Innumerables palabras se lo recordaban. Vincular todo lo que veía y oía con su amor equivalía a estar viva. La conciencia de su propio cuerpo era inseparable del recuerdo de aquel abrazo" (p.166)
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