Hay días en en que uno se siente
desterrado de su propio corazón.
La ciudad permanece inalterable
con sus calles, sus automóviles
sus parques sin amantes,
la ciudad de ruidos y cornetas
de humo y de voces extranjeras.
Es un exilio lento, triste e inesperado.
Como si de pronto las cosas
hubieran roto las unas con las otras,
como si los lazos y las posibles relaciones
se hubieran desvanecido.
Es la ciudad reptando pálida
delirando en gritos de protesta
víctima de una fiebre que nadie puede combatir.
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