Saturday, September 23, 2017

Books in Books: Tocar los libros


Es una maravilla coincidir con lectores/as en tu lugar de trabajo. Hablar con tus compañeros/as de libros es un tema de conversación interesante que nos permite ver a gente con la que trabajamos desde otra óptica, en una dimensión más cercana y personal. Cuando alguien nos recomienda un libro, es un acto de amor y generosidad: comparte con nosotros no sólo un texto, sino también una experiencia íntima. Los libros nos hermanan, son un territorio común:"las fronteras declaradas del país imaginario en el que nos movemos".

Me considero muy afortunada por haber tenido compañeros/as y alumnos/as que me hicieron buenísimas recomendaciones lectoras. Algunos de esos textos han pasado a ocupar los primeros puestos en mi lista de favoritos.

El CAFI no es una excepción, y gracias a Carmen Santás, Carmen Vázquez, Mari Vieites, Nacho Rodiño o Leo Mazaira, he hecho grandes descubrimientos literarios. Además, hay una iniciativa para compartir libros, y es en este espacio de intercambio, por recomendación de Leo, donde encontré una pequeña joya: Tocar los libros, de Jesús Marchamalo.

El libro comenzó siendo una conferencia que Marchamalo dio en Valladolid en 2001 y que luego publicó en forma de ensayo para los Cuadernos de Mangana que editaba el Centro de Profesores de Cuenca. Tres ediciones más tarde, llega el libro tal y como lo leí, enriquecido por una serie de ilustraciones cortesía de amigos del autor.

Marchamalo reflexiona sobre la evolución de la terminología que usamos para referirnos a los textos que poseemos. En algún momento dejamos de llamarles libros, "porque la palabra volumen entraña un cierto empaque cultural. A partir de cierta edad uno deja de tener libros, y empieza a tener volúmenes. O ejemplares." (p.22).

A través de las bibliotecas de Walter Benjamin, Pedro Salinas o Vicente Aleixandre, nos muestra cómo sus contenidos definen a sus dueños, nos informan de cómo somos, de nuestras pasiones e intereses "porque en todas las bibliotecas, incluso en las de gente fuera de toda sospecha, existe siempre una parcela de libros de difícil justificación" (p.24).

Una buena parte del texto está dedicada a la manera de organizar los libros, definiendo dos tipos de acercamiento: "los que mantienen un cierto orden en sus bibliotecas, y los que prefieren que los libros campen a sus anchas y acaben encontrando su propio lugar, con el resto que implica encontrárselos finalmente instalados en la bañera" (p.34). 

Entre los ordenados, tenemos a los del orden alfabético, editorial, cronológico, por tamaños o por colores. O bien, como Ortega y Gasset, que no sabemos cómo los ordenaba, pero "era perfectamente capaz de localizar cualquier libro en su biblioteca (tenía algo más de quince mil volúmenes), incluso sin estar presente" (p.38). Olé por Ortega.

Después está el problema del afán colonizador de los libros, que ocupan espacio y espacio de nuestras casas y que nos lleva a hacer expurgos dolorosos para mantener un número limitado (y manejable) de volúmenes. Interesante en este aspecto, el sistema de Hermann Hesse, que tomó "la determinación dramática de mantener en casa un cierto número de libros y únicamente ésos: cada libro que entraba en su biblioteca obligaba a otro a salir. Y para hacer más llevadero el trámite, ideó cuatro preguntas que le permitían determinar, sin remordimiento, de manera científica, cuáles eran los libros imprescindibles y cuáles no: ¿Necesitas el libro? ¿Lo quieres? ¿Estás seguro de que volverías a leerlo? ¿Sentirías mucho perderlo? Una sola respuesta afirmativa valía para mantenerlos, de otro modo resultaban irremisiblemente condenados" (p.41). Joseph Joubert era un poco más radical, "llegó a reducir su biblioteca drásticamente al arrancar de cada uno de sus libros aquellas páginas que no le agradaban, de modo que acabó conservando sólo las que le interesaban" (p.48).

Personalmente, comparto la visión de aquellos que consideran que "hay libros indispensables que nos obligan a poseerlos, a conservarlos para hojearlos de vez en cuando, tocarlos, apretarlos bajo el brazo. Libros de los que es imposible desprenderse porque contienen fragmentos de mapas del tesoro" (p.47).

El momento en que se lee un libro tiene también mucha relevancia, porque "los libros, como las personas, tienen sus momentos de encuentro que a veces hay que aprender a posponer. Son como piezas de un puzzle que encajan o no en un sitio preciso por mucho que nos empeñemos en que ocurra lo contrario" (p.58).

Las experiencias que comparte nos acercan a escritores/as que conocemos, como por ejemplo Süskind o Mallarmé, víctimas fatales de la desmemoria (como yo), ya que en ocasiones leían el mismo libro dos o tres veces sin darse cuenta prácticamente hasta el final, motivo por el cual Mallarmé "tomó la determinación en un momento de su vida de escribir al final de cada libro lo que le había parecido, y un pequeño resumen argumental, para evitar también relecturas involuntarias" (p.27).

Pero mi sección favorita del libro es, sin duda, la que dedica a los libros esguardamillados, donde analiza las manías y fobias de varios escritores. El término de "esguardamillar" lo relaciona con Dámaso Alonso, quien tenía una librería de las de escalera y que era reticente a prestar sus libros porque se los devolvían esguardamillados, lo cual era intolerable. "Por cierto, que es una palabra, esguardamillar, que aparece en el Diccionario de la Real Academia y que significa desbaratar, descomponer y descuadernar, lo que demuestra los sobrados conocimientos de Dámaso Alonso en lo tocante a los libros prestados" (p.66).  Esta sección habla de lo que es legítimo o no hacer con ellos: guardar objetos, subrayarlos, escribir en ellos, o la fantástica historia de Cortázar y su biblioteca deshojada, volandera. "Viajaba con su mujer, Aurora, a mediados de los años cincuenta, en tren, y para no cargar con equipaje innecesario, acostumbraban a comprar libros en las librerías de las estaciones, para los trayectos. Compraban un título que leían juntos, en general primero Julio, que cuando terminaba una página la arrancaba y se la pasaba a Aurora, sentada a su lado, que cuando acababa de leerla la arrojaba por la ventanilla" (p.71). Hermoso, ¿verdad?

Marchamalo, a quien Antonio Gamoneda bautizó como "el inspector de bibliotecas" por su hábito de investigar las bibliotecas ajenas, ha llegado para quedarse en la mía, espero que también llegue a las vuestras.

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