El verano se nos escapa sin sigilo y con descaro. Notamos como baja la marea del vasto océano de tiempo libre. Exhaustos, nos aplicamos a la persecución ansiosa de los últimos rayos de sol que nos mantengan el alma caliente cuando venga el frío y la oscuridad. Y mientras rechazamos lo inevitable, sorbemos de la copa chispeante el frescor y la pureza de las recientes lecturas de verano.
El sorbo burbujeante de hoy es Helena o el mar del verano (1952), en una reciente reimpresión (mayo 2017) de Acantilado. Es una obra breve (87 páginas) y constituye la única novela del diplomático y dramaturgo Julián Ayesta.
El libro comienza con unos versos escogidos de la Égloga I de Garcilaso ("Por ti la verde hierba, el blanco lirio y colorada rosa y dulce primavera deseaba") y otros, definitorios, del Aleixandre de Sombra del Paraíso ("Pero lejos están los remotos días / en que el amor se confundía con la pujanza de la naturaleza radiante / y en que un mediodía feliz y poderoso / henchía un pecho, con un mundo a sus plantas"). Ambos nos invitan a una regresión a unos días pretéritos y felices, los días del primer amor: bonito, poderoso, revolucionario. El primer amor, con su devastadora espontaneidad y su urgencia excitante.
Es un monólogo sentimental y lírico escrito durante dos veranos en los que se exalta la sencillez de lo pequeño: merenderos en la costa asturiana, dulces de guinda, copas de Marie Brizard, hierba suave y húmeda, las calles de Gijón, el mar de colores cambiantes.
Asturias se convierte en el escenario idílico que marca el tempo de esta evocadora historia que, más allá del amor, nos hace una panorámica del proceso de la revelación de la propia identidad para finalmente dejarnos con una instantánea de la tristeza de una estación a punto de terminar.
“Por la tarde la playa estaba llena de sol de color naranja y había nubes blancas y olía a tortilla de patata” (p.15)
“Pero lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y luego más oscuro y luego azul, y luego añil, y luego casi negro” (p.15)
“Y luego cada cual cogía un bulto – menos las señoras- y volvíamos a casa. Y volvíamos por el camino cantando y cogiendo moras, que aún estaban calientes” (p.18)
“… y luego la lucha cuerpo a cuerpo, con el pelo de Helena haciéndome cosquillas en la cara y después sujetarla y hacerla pedirme cuartel con la mirada y no dárselo y oírla decir, rabiosísima: “Bruto, salvaje, bestia, idiota”, y luego echarse a llorar de una manera muy distinta, muy triste, que llenaba de una cosa que no era pena, pero que no era alegría tampoco, una cosa rara que daba ganas de llorar muy suavemente, en un algún lugar apartado, donde nadie me oyera y llorar, llorar toda la vida, muy contento de estar llorando siempre” (p.26)
“Y parecía como si la gracia de Dios fuese como una ducha caliente y que se nos fuera cayendo, resbalando cuerpo abajo una grasa viscosa y que todas las cosas pesaran menos y viésemos mejor” (p.39)
“Y sentía uno como si el pensar fuese tener la cabeza llena de bichitos pequeños como perdigones que daban vueltas muy de prisa y cada vez más, hasta que iban dejando unos surcos humeantes por dentro de la cabeza, y era imposible de resistir” (p.46)
“Yo quiero empezar a hablar con ella, pero se me atragantan las palabras en la garganta” (p.65)
“Pensaba en el verano que me esperaba junto a Helena, bajo aquel cielo, entre los prados verdes, los ríos y los árboles, sabiendo que ella me quería, y casi se me llenaban los ojos de lágrimas” (p.68)
“Helena iba a mi lado con el pelo desnudo de dulcísima alerta” (p.69)
“Helena hundía en el fresco follaje sus brazos desnudos y, con la cabeza apoyada en mi pecho me hablaba de las nubes y de mi corazón.
- Tienes alborotadísimo el corazón –decía-, tengo miedo de que te salte” (p.70)
“Helena sabe hablar sin abrir la boca y provocar horriblemente con una insufrible media sonrisa” (p.76)
“Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: “Tengo miedo”. Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo, tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad” (p.80)
“Esto dicho, comenzó con ardor a pagar mis caricias y besos.
No quise yo dejar salir de mi boca ni una sola palabra, pues temía que con aquello se le fuese la ilusión del sueño y que volviendo en sí ásperamente me despechara.
Gocé, pues, en silencio de lo que en silencio debe gozarse, y cuando empezaron a cantar los gallos volvíme al rústico lecho que en estable me aderezaran como criado que era” (p.84)
“Volvimos despacio, andando muy juntos, muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor. El corazón me llenaba todo el pecho, me hinchaba todo el cuerpo de sangre caliente, me llenaba la boca de sal, llenaba el mundo de alegría rabiosa, de ardor, de colores afilados como cuchillos y a la vez blandos como las hojas de una amapola, como la miel, como la leche recién ordeñada” (p.87)
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