El lunes pasado, cuando pasé a recoger un libro
que había encargado en Ler, me encuentro que Eva, librera junto con Cipri de este establecimiento en Pobra do
Caramiñal, me había reservado otro libro que me podía interesar relacionado con
las cartas. Me emociona que otros se impliquen en “Palabras da man ao corazón”
y me alegra muchísimo cuando me proporcionan material sobre el que investigar. Así
que agradezco muchísimo a Eva que me encontrase otro diamante polifacético.
Desde luego, son libreros así, que miman a sus lectores con un trato
personalizado y cariñoso, los que conquistan nuestros corazones.
El libro es Cartas
a un joven poeta (1980), de Rainer Maria Rilke (1875-1926), traducción y
nota preliminar de José María Valverde. Es una colección de diez cartas que se
sitúan en el tránsito de 1903 a 1904 (menos la última, que es de 1908), que
Rilke escribió al poeta Franz Xaver Kappus, y que éste publicó después de la
muerte de su maestro y que, como Valverde indica, “siempre servirán para iluminar por detrás el quehacer lírico rilkiano”
(p.15).
La presentación de Kappus relata como a fines de
1902, con apenas veinte años, comenzó a escribir a Rainer Maria Rilke para
enviarle sus intentos poéticos pidiéndole que los juzgara. En esa primera
carta, dice, “me franqueaba más
enteramente de lo que nunca había hecho y, por demás, de lo que nunca haría”.
Kappus recuerda el tiempo que esperó respuesta, y la carta “en sobre azul, (con) sello de París” y
pesada que finalmente recibió, con una letra “clara, bella y segura” (p.20). Carta ésta que, junto con las otras
nueve “valen para los que ahora crecen y
se forman, para los que mañana se formarán”.
Son conmovedoras, directas y cercanas, pero con
contenidos profundos y reflexiones complejas. Rilke intercala en ellas consejos
prácticos como acercarse a la naturaleza, buscar la hondura de las cosas, tener
presente la infancia, aceptar y
disfrutar de la soledad, sacar el máximo partido de las dudas, amar los libros
“imprescindibles” (p.34) y no dejarse
dominar por la ironía.
Es crítico con los poemas de Kappus, pero también
lo consuela, pues “aun los mejores se
equivocan en las palabras cuando éstas han de significar lo más silencioso y
casi indecible” (p.48); y sobre todo le muestra que valora su escritura
“(…) siempre los leeré (si usted me los
confía), los releeré y los viviré, tan buena y cordialmente como pueda”
(p.60).
A la hora de crear, recomienda examinar el
fundamento de la escritura, poner a prueba “si
extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón” (p.26), y ver en la obra creada “su amada propiedad natural, un trozo y una voz de su vida” (p.28)
Los poetas, dice Rilke, hacen mal en quejarse en
vez
de transformarse, duros, en palabras
como el cantero de una catedral
se transforma en la calma de la piedra.
[statt hart sich in die Worte zu
verwandeln,
wie sich der Steinmetz einer
Kathedrale
verbissen umsetzt in des Steines
Gleichmut.]
“No hay
medida en el tiempo: no sirve un año, y diez años no son nada; ser artista
quiere decir no calcular ni contar: madurar como el árbol, que no apremia a su
savia, y se yergue confiado en las tormentas de primavera, sin miedo a que
detrás pudiera no venir el verano” (p.42)
Os regalo dos extractos que me gustaron
especialmente. El primero pertenece a una carta acompañada de un soneto de
Kappus que le devuelve copiado de su puño y letra y le dice:
“Ya ve
usted: he copiado su soneto porque he encontrado que es hermoso y sencillo, y
ha nacido en esa forma en que se desarrolla con tan tranquilo decoro. Estos son
versos de los mejores que he podido leer de usted. Y ahora le doy esta copia,
porque sé que es importante, y está lleno de nueva experiencia, volver a
encontrar un trabajo propio en letra ajena. Lea usted los versos como si fueran
ajenos, y sentirá en lo más íntimo hasta qué punto son suyos” (p.72).
Qué experiencia única la de leer la creación
propia en letra ajena, ¿no?
Y por último, una bonita reflexión sobre la manera
en que a Rilke le gustaba escribir sus cartas: “(…)cuando estoy de viaje no me gusta escribir cartas, porque para eso
necesito algo más que el imprescindible recado: algo de silencio y soledad, y
una hora no demasiado poco propicia” (p.57).
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